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[Miércoles 30-05-2012 21:09:24]    Paco Martínez Vega
El hombre más viajado del mundo

A sus 72 años, este pequeño alemán ha llegado con su bicicleta a 196 países y 78 territorios, lo que quiere decir que ha estado en todas las naciones del globo. A finales de 2012 cumplirá 50 años de pedaleo, sin parar.

El mayor viajero del mundo me estaba buscando conversación y yo trataba de ignorarlo. Eran las cuatro de la mañana, habíamos llegado poco antes en el mismo vuelo al aeropuerto de Nairobi, yo no había dormido ni tenía ganas de hacer amigos, y además debía planear mis próximos movimientos para entrar al caótico centro de la capital de Kenia y salir de él, de forma que pudiera llegar ese mismo día a otra ciudad, Nakuru.

Había visto al pequeño anciano colocar sus cosas a un lado de mí en la cafetería y empezar a armar una bicicleta. Yo no lo había identificado ni apreciaba su desenfadada manera de dirigirse a una pareja de estadounidenses que estaba cerca. Trataba a desconocidos como si fueran conocidos e intentaba involucrarme refiriéndose a mí con palabras sueltas como “este joven de la laptop”.

Mombasa Road, la carretera que lleva a Nairobi, se carga con un tráfico brutal. Yo tenía que calcular con precisión el momento para recorrerla: antes de que empezara la locura vial pero después de las primeras luces, porque quería tomar el autobús interurbano de una de las compañías ubicadas en River Road, una zona famosa por su alta criminalidad.

Estornudé. “Gesundheit!”, me deseó amablemente el viejo. “Danke sehr”, fue mi agradecimiento en modo automático. “¡Oh! ¿Hablas alemán?”. “Un poco”, respondí. Así caí en su red. Una vez que ese tipo dicharachero ha conectado contigo, no puedes quitártelo de encima. Tampoco quieres hacerlo. Te empieza a interesar lo que cuenta. Con muy buen humor, de manera que a veces semeja un suave arroyo y otras un torrente que desborda el cauce, aspectos y detalles de su inmensa experiencia corren hacia ti. En pocos minutos se van colando anécdotas que reviven en primera persona el tsunami índico de 2004 y la independencia de Argelia en 1962, el movimiento estudiantil de México en 1968 y el golpe de Estado contra el ruso Mijaíl Gorbachov en 1991. Y trasciende la sensación de un esfuerzo invaluable, tenaz y abrumador, sostenido a lo largo de lo que en noviembre de 2012 serán cincuenta años de pedaleo ininterrumpido.

“Salí de casa en 1962 y no he regresado”, comentó con eco rutinario el ciclista que más ha recorrido el planeta. En su último conteo de fines de 2010, sólo los kilómetros que había pedaleado (no cuenta los recorridos en otros medios de transporte) eran 629 mil, en 195 países y 78 territorios. Es decir, en todas las naciones del globo, que completó ya en 1996, excepto una: Sudán del Sur, que se independizó en junio de 2011. Por eso tuve la gran fortuna de encontrarlo. A sus 71 años, Heinz empezaba en Kenia su ruta en bicicleta a través de Uganda hacia Juba, capital del nuevo Estado soberano.

“Es una lástima que el tiempo se nos acabe”, resintió. ¿Qué haría después? “No hay un país en África al que no haya ido. Tendrán que ser algunos que ya visité… para poder llegar al Atlántico y ver cómo cruzar a la isla de Santa Helena, donde murió Napoleón. ¿Por dónde crees que debería ir?”. Ya era obvio para mí que estaba conversando con una leyenda de verdad, con un gigante que —con lo que deben ser algo más de 1.60 metros de estatura y una complexión normal— dista del estereotipo del deportista alemán, pero que con persistencia le ha dado vueltas y más vueltas a la Tierra.

Era el inmenso Heinz Stücke, o “Quique Pedacitos”, como tradujo su propio nombre al castellano.

Conquista de invierno

Era la tercera vez que golpeaban a mi puerta. Las dos veces anteriores, el personal de servicio lo había hecho por error. Y yo quería seguir durmiendo.

—¿Quién es? —aullé.
—¡Dejaste cerrado! —respondió un hombre.
—¡Te equivocaste de cuarto! —reclamé.
—¡Ja ja! ¡Debo haberte sorprendido en el baño!

Sólo entonces reconocí la voz de Heinz. Me vestí en instantes y corrí a la recepción del Carnation, un hostal de Nakuru. Seis o siete personas rodeaban a ese viejo mzungu (hombre blanco) que había entrado con su bicicleta cargada de equipaje, con una camiseta de color naranja inscrita en catalán y una gorra verde, que les hacía bromas y les aseguraba que sí, que el mexicano que buscaba era de verdad, no de telenovela.

Yo ya casi había abandonado la esperanza de verlo otra vez. Aquella madrugada en el aeropuerto de Nairobi me había dicho que tenía la intención de salir de inmediato de la capital y que, como Nakuru estaba en la ruta hacia Uganda, se detendría a invitarme una cerveza. “¿A qué distancia está ese sitio?”, había preguntado. Casi 200 kilómetros. “Espérame ahí mañana por la noche”.

No había llegado. Ni el día siguiente. Después explicó que Mombasa Road le había pasado factura: no había querido salir antes de que amaneciera, por el temor a ser atropellado en la oscuridad. Ese riesgo, sin embargo, era tal vez menor que el de transitarla en la hora pico, después de las seis de la mañana. En Kenia no hay sistemas de control de gases vehiculares y las viejas máquinas despiden un smog denso, altamente cargado de plomo. “Me sentí enfermo y tuve que descansar en Nairobi”, me dijo.

Había sobrevivido a esa carretera criminal, como a tantos otros lugares extremos, en los que no había logrado imponerse montando su bicicleta, sino empujándola: así recorrió 474 kilómetros entre Leh y Manali, en el Himalaya indio, alcanzando su propio récord de altura, 5,360 metros, en 1976, y así superó las enormes dunas al cruzar el desierto del Sahara, en 57 días de mayo y junio de 1985, de Agadez (Níger) al Mediterráneo.

Sus logros son tantos que a uno no le alcanza el tiempo para detenerse a valorarlos. Uno de los que más me impactó es de 2008. Era noviembre y Heinz había llegado a París, con el invierno encima. Al hacer sus cálculos de distancia recorrida, se dio cuenta de que sólo le faltaban unos 2 mil kilómetros para que ese fuera el mejor de todos sus años de ciclismo. Se lanzó entonces a un periplo europeo que culminó en la noche de Navidad, que pasó sin compañía en su tienda de campaña en Puzta, Hungría, a 15 grados bajo cero. “En realidad, no me hacía falta hacer ese último recorrido, pero así lo quise”. Fueron 21,695 kilómetros en 2008. Casi el doble que el año anterior (13,045; su “mínimo anual” son 12 mil kilómetros). Ese pequeño hombre alemán, al que no le importaba que le hubieran servido una Guinness al tiempo (“una buena cerveza se puede tomar siempre; las malas tienen que estar bien frías”) en el restaurante del Carnation, era alguien que al cumplir 68 años se había propuesto llevar a cabo una proeza más grande que todas las que había realizado en sus tiempos de juventud.

Demasiado ocupado para la televisión

Heinz habla de bicicletas con el tono de quien se refiere a mujeres amadas. Se las han robado, como a todos nosotros. Nada menos que seis veces. Contra las reglas del amor, sin embargo, esas seis veces las ha recuperado. En Estados Unidos y en Gran Bretaña contó con la ayuda de la televisión. En Banaue, Filipinas, en 1988, “fue un misterio que la policía encontrara la bici en un pueblo a 50 kilómetros. El ladrón dijo que la había visto abandonada y se la había llevado para cuidarla, rompiendo el candado y otras cosas, y se atrevió a pedirme que lo recompensara por sus servicios”. Los otros casos fueron en Colombia, en Turquía y en Siberia.

Heinz fue fiel durante más de 40 años a su vieja bicicleta, de tres velocidades, sobre la que pedaleó unos 450 mil kilómetros. “Reemplacé la mayor parte de las partes móviles. A mediados de los 80, del aparato original sólo quedaban el marco y un par de cosas más”. En 2003, sin embargo, una compañía parisina lo sedujo con un vehículo 10 kilos más ligero, de 21 velocidades. Después, la empresa Bike Friday lo convenció de usar una de las suyas por un convenio de patrocinio. Lo mismo ocurrió con la de ahora, una pequeña Brompton, donde lleva entre 40 y 50 kilos de equipaje con diarios, refacciones, herramientas, ropa, sliping , tienda de campaña y unos pocos artículos de cocina.

En algunos países es común que reciba invitaciones de alojamiento, y con frecuencia debe pernoctar en el campo. “Llego ya muy entrada la noche, cuando todos están durmiendo, y me levanto temprano, para evitar sorpresas”. Así sus costos se reducen enormemente. “En los años 60, gastaba entre 50 y 75 centavos de dólar al día”. Otros tiempos. Hoy puede vivir con diez dólares por jornada, aunque las variaciones de país a país son inmensas.

En su juventud, trabajaba de cualquier cosa. Para moverse entre continentes, por ejemplo, se empleaba como marinero en barcos mercantes. A partir de 1992, ya con 30 años de viaje a cuestas, elaboró un folleto con fotos y letra muy pequeña donde comprime historias de sus viajes, y que vende cuando recorre países industrializados (en Japón le ha ido mejor que en ningún otro sitio). Por años, la compañía que manejó su colección de 80 mil imágenes le entregó entre 3 mil y 5 mil dólares anuales, y ya en la última década, ha gozado de algunos patrocinios.

Menos de los que podría obtener, estoy seguro. Deportistas con trayectorias y logros mucho menores que los de Heinz viven bastante bien, representando a compañías importantes. Entre los años 1995 y 1999, el Libro Guinness de los Récords le dio el de “viajes épicos”. Después se lo retiró, sin dar explicaciones. Heinz tampoco preguntó.

Le falta hacer relaciones públicas, dejar el manubrio y ponerse el saco de vestir. El apoyo de Brompton lo consiguió un amigo suyo de Barcelona, quien también desarrolló una página web muy sencilla (www.heinzstucke.com). Un admirador desconocido le abrió un perfil en Facebook. Sería difícil que ellos pudieran hacerlo de la forma en que a Heinz le gustaría, sobre todo porque él no les da indicación alguna (y por lo mismo, el ciclista se queja del contenido).

Para que sus méritos fueran reconocidos por Guinness, Stücke tendría que estar buscando a sus ejecutivos. La fama, que atrae los patrocinios, rara vez le llega a quien la merece: hay que perseguirla. Y para eso, la meta de Heinz no debería ser recorrer más kilómetros, sino más estudios de televisión.

“El problema es que vivimos en una época en la que no importa lo que realmente se hace, sino salir en TV a hacer como que se hace”, dijo John, un kikuyu de unos 60 años que es el dueño del Carnation, y que se había sentado con nosotros a escuchar la conversación. Como ejemplo, puso el de un guapo joven que aparece en un programa matutino keniano a “dar clases” de yoga. “Ése no pasó ni dos meses en un ashram (centro de aprendizaje espiritual) caro y se fue a Goa (un estado indio conocido por sus playas, su música electrónica y el uso liberal de drogas) a bailar, pero aquí la TV lo convirtió en la referencia del yoga. Nuestro amigo (Heinz) ha pasado 50 años pedaleando en bici. Otros han pasado cinco años apareciendo en TV y es a ellos a quienes la gente reconoce como los grandes aventureros”.

Bestias peligrosas

El lago Nakuru es uno de los sitios más bonitos de Kenia, rico en oportunidades de observar la vida salvaje desde cerca. Heinz ya había estado allí, pero algo así como 200 años atrás y no le importó acompañarme a recorrerlo.

Lo primero que vimos fueron dos jóvenes leonas merendándose un pobre babuino. Una patita oscura se alzaba entre las dos fieras pardas, que se disputaban el bocado. “¿Te han perseguido fieras?”, quise saber. El catálogo de accidentes y sustos por los que ha pasado Heinz es inmenso: desde un ataque de guerrilleros zambianos hasta infortunios con policías, soldados y mercenarios.

Sin embargo, su experiencia ha sido la misma que hemos tenido otros viajeros en África: las bestias más temibles son las más pequeñas. El mosquito anófeles, transmisor de malaria. La mosca tse tse, que da el mal del sueño. Los microscópicos gusanos de río que te provocan bilharziosis. Los muchos tipos de bicho invisible que destruyen tus órganos internos. Las abejas son las que le erizan la piel a Heinz Stücke, tras haber padecido temibles ataques en Gambia y en Mozambique.

También lo han perseguido perros ovejeros, por kilómetros. “Y en venganza, yo me he lanzado detrás de camellos estúpidos”, se carcajea. “Si se salieran de la carretera a la arena, no podría seguirlos, pero son necios y corren delante de mí”.

Después de los insectos, su más grande temor son los grupos de niños. “¡No tienes idea de cuán malvados pueden ser!” Lo han apedreado, lo han mantenido despierto en la noche, le han arrojado líquidos. “Una vez perdí la cabeza y me fui sobre uno, lo zarandeé hasta que llegamos a su casa. Pero los adultos no están ahí para entender y pronto tuve que escapar a toda velocidad de la aldea”.

Fue una de tantas. Como en Cabilia, en la Argelia de 1963, recién independizada tras una guerra extremadamente sangrienta contra Francia. Los europeos no eran muy populares ahí en esos días. “Eran las tres de la mañana y encontré una pequeña mezquita blanca en un pueblo, con la puerta abierta y el piso cubierto con alfombras. No lo pensé mucho, tendí mi saco de dormir y bloqueé la entrada. Muy temprano, escuché ruido y, por un hoyo, vi a mucha gente fuera. Un anciano golpeaba la puerta. No supe qué hacer y sólo se me ocurrió subirme a la bici, abrir la puerta de un golpe y salir a toda velocidad. No sé qué esperaban ver, pero no algo como esto y antes de que pudieran moverse, yo ya corría por la carretera”.

Saltos en el espacio

Cuando Heinz preguntaba por mis viajes, yo buscaba evasivas: ¿qué podía contarle a él? Hasta que fue muy directo.

—Doy por hecho que ya has dado más de una vuelta al mundo —soltó como quien habla de viajecitos de fin de semana.
—Estoy haciendo la tercera.
—¿Y cuántos países conoces?

Era el último desayuno juntos: un omelette seco, café aguado, pan con mantequilla. Me sentía incómodo y además me parecía mucho decir que “conocía” tal lugar. ¿Cuánto tiempo se necesita para “conocer” una nación? ¿Vale un par de horas en un aeropuerto?

—He reporteado en 81 países y territorios —quise concluir, y miré mi café como si estuviera rico y me puse a contar las motas de polvo de leche que flotaban.
—¿Desde cuándo viajan tanto los latinoamericanos?

En sus centenas de miles de kilómetros, el ciclista alemán solía encontrar a gente del puñado de nacionalidades que recorrieron el mundo en el par de siglos anteriores: sus compatriotas, ingleses, franceses, estadounidenses, irlandeses, australianos…

¿Latinos? Cosa rara. El siglo XXI ha traído cambios, por fortuna. En Irán, las restricciones para conceder visas a pasaportes de Gran Bretaña y Estados Unidos tienen el inesperado efecto de permitir que se note más la presencia de ciudadanos de países menos comunes. Le conté que en el hotel Silk Road de la ciudad de Yazd, en Irán, había coincidido con brasileños, polacos, colombianos, argentinos, tailandeses, pakistaníes, neozelandeses, indios y chinos, e incluso un africano.

Lo que él quería de mí no era una cifra, sino una especie de resumen ejecutivo de experiencias de viaje. Mencioné velozmente recorridos por grandes desiertos del centro de Asia, el norte de México y el corazón de Australia. Lo estaba malinterpretando: “Háblame de la gente especial que has conocido”, pidió. Los viajeros que él encuentra enlistan sitios. Heinz necesitaba saber de personas.

Le conté de predicadores de Al-Qaeda en Níger, de chicas Gucci que enfrentaban al gas lacrimógeno en Teherán, de un combatiente libio con el que corría como gallina tonta para esconderme de los bombardeos en Ras Lanuf y de un obispo español que reconstruye las vidas de niños mutilados en Camboya.

Pareció interesado y, después de 48 horas con él, me sentí un poco menos enano a su lado. “Muchas veces comparto ruta con ciclistas que pasan por los lugares sin enterarse de lo que ocurre, sólo miran. Tú tienes que aprender y, si puedes, también entender. Eso es algo que echo en falta en mis aventuras”.

Cuando pienso en usar un solo adjetivo para describir las conversaciones con Heinz, el de “fascinante” trata de fundirse con el de “alucinante”. Con frecuencia me encuentro entre grupos de viajeros que intercambian información regional: en Damasco se habla de Turquía y Egipto; en Phnom Penh, de Vietnam y Malasia. Con este ciclista alemán, en cambio, en 15 minutos recorríamos Alaska, Tahití, la Patagonia y Siberia.

Los enormes saltos no sólo eran espaciales, además eran temporales. Heinz Stücke ha atestiguado el último medio siglo de sucesos en una enorme cantidad de sitios. Poco antes de su caída, el emperador etiope Haile Selassie le donó dinero a un joven Heinz para que continuara su viaje. En 1980, estuvo en la ceremonia que creó el nuevo Zimbabwe, en el estadio nacional, con presidentes, reyes y Bob Marley. “La gente no cabía”, recuerda, “y cuando la policía trataba de dispersar a los que estaban afuera, el viento nos trajo los gases lacrimógenos y los grandes dignatarios de África y Europa se pusieron a llorar”.

Si hay dos asignaturas que siempre me han fascinado, ésas son la geografía y la historia: pónganme un mapa enfrente o una crónica del siglo XIX, y me perderán. Imaginen mi emoción sentado ahí, hurgando en los ojos del viejo Heinz que brillaban abriéndome ríos y cordilleras y ciudades y personas y cambios y países desaparecidos y naciones nuevas…

Quiero pensar que mis preguntas iban más allá de las que él solía escuchar, que no le estaba leyendo el menú de cada día y que se sentía de alguna forma comprendido por alguien que, si bien no era un igual, al menos podía recordarle aspectos de sí mismo 30 años atrás.

Si esto ocurría de alguna forma, no dijo nada. Lo que señaló, en cambio, fue la diferencia de nuestros estilos de viaje. Le gusta la historia, por supuesto, pero con frecuencia la percibía como una amenaza. “Yo tengo que proteger el viaje”, me dijo. “Cuando me ha alcanzado la historia y lo ha puesto en peligro, he tenido que huir de ella. Tú vas por ahí buscándola”.

Tanto por hacer

¿Y qué es lo que busca Heinz? No sé si él lo sabe. O si le parece que la pregunta tiene sentido. En noviembre de 1962, a los 22 años, decidió marcharse de su natal Hövelhof por dos razones: ya había realizado largos viajes en bicicleta por Europa y le había gustado; y ya que se había formado como obrero metalúrgico, rechazaba la idea de “pasar el resto de mi vida haciendo algo que no me importaba, sólo por vivir”.

Marchó sin un objetivo determinado. El tiempo pasó, con él postergando el momento de volver a casa. Así se hicieron 15 años. Heinz había regresado a Europa Central, pero había pasado cerca de las fronteras de su país sin cruzarlas, dándole la vuelta a Alemania. En 1977, su padre y algunos familiares se reunieron un fin de semana con él en Holanda, a 200 kilómetros de su ciudad. “Después se fueron, tenían que trabajar, como todo el mundo. Comprendí entonces que yo no volvería a Hövelhof”.

Se propuso visitar todos los países del mundo. Lo logró en Seychelles, en 1996. Poco antes se había enamorado de una bielorrusa, la única mujer importante en su vida, con la que duró ocho años. En 2000, ella se casó con otro hombre. Se veían pocas veces. “Mi vida se sintió vacía… pero los viajes son lo que la llenan”, reflexionó.

El problema es encontrar a dónde ir. La independencia de Sudán del Sur le dio un objetivo. Que alcanzaría rápidamente. ¿Y después? El ciclista extendió un mapa sobre la mesa y pidió mi opinión para definir una ruta de Juba al Atlántico. Tanzania. Zambia. Rodear Katanga suena mejor. Angola. De ahí, llegar de alguna manera a la isla Santa Helena. Regresar a Europa. “Tengo que escribir un libro”, me dijo.

¿Para qué?

Las dos cenas que hicimos juntos se convirtieron en veladas con cerveza que terminaron por agotamiento, pero no del viejo que cumplió 72 años el 11 de enero, sino de este reportero que apenas rebasa los 40. Me sabía muy mal dejarlo sin conversación, porque Heinz es un tipo muy sociable y alegre que pasa muchas noches solo.

Salimos del Carnation y Heinz montó su bicicleta. “Es una lástima que el tiempo se nos acabe, ¡cuando tenemos tanto por hacer!”. Es un pensamiento que me angustiaba de tanto en tanto, pero ya no me preocupa más. Heinz hizo un círculo en la esquina, para agitar la mano y la carcajada, antes de desaparecer. Le queda mucho camino por delante.

TÉMORIS GRECKO ha publicado libros sobre México, África e Irán, y colabora en varias revistas y diarios hispanos, pero le falta medio mundo por recorrer (sólo conoce 84 países).


Fuente: El Universal
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